sábado, 26 de febrero de 2011

Monjas y Monjitas I

Hace unos meses la profesora de literatura medieval me mandó analizar el siguiente villancico:

¡Cómo lo tuerce i lava
la monjita el su cabello!
¡Cómo lo tuerce i lava;
luego lo tiende al hielo!


A grandes rasgos, nos encontramos con una protagonista femenina, la monjita, a la que se dirigen en diminutivo, denotando, por tanto, afectividad o complicidad afectiva hacia ella. Predomina en toda la composición el tono exclamativo, que refuerza y reitera esa afectividad.

Algo que llama especialmente la atención es la inversión de las acciones, ya que normalmente lo primero es lavar el cabello para, seguidamente, retorcerlo. Comenzamos a notar en este primer verso, entonces, la voluntad estética del villancico, pero no solo eso, sino que también nos están diciendo que la mujer, en este caso una monja, está preparando su cabello para la sensualidad, ya que ese cómo exclamativo puede ser sustituído por ¡de qué manera lo tuerce i lava!.
El cabello, que aparece reiterado a lo largo de todo la composición, siendo el elemento sobre el que recae la acción, es un tópico repetido en los villancicos y propio de la literatura medieval que denota sensualidad y erotismo. El hecho de que se contraponga el erotismo con los votos religiosos de la protagonista, en los que no hay cabida para la recreación sensual representada por la acción de lavar y preparar el cabello y que nos refuerza ese cómo exclamativo, aparece representado en el poema por esa inversión de acciones, que nos indican una naturaleza contrariada.


Inmaculadamente Concebido, campaña publicitaria de Antonio Federici, El Helado es Nuestra Religión.


Es interesante también tener en cuenta que al lavar su cabello, la monja debe descubrir su cabeza. Libera, entonces, su esencia como mujer, propicia a los instintos naturales que el hábito reprime.

En los versos finales encontramos la resolución del conflicto represión/sensualidad. Vemos que, una vez lavado, tiende el cabello al hielo. Una vez más nos encontramos con una acción ilógica, puesto que, cuando está mojado, lo más natural es que se seque al sol, no al hielo, que está relacionado con el agua. Así, nuestra monjita desperdicia deliberadamente su belleza. Esta idea, triste o romántica, quién sabe, está reforzada por el tópico petrarquista de la contraposición entre el fuego y el hielo, entre la pasión y la sensualidad y la frialdad del convento en este caso.

Triste y hermosa composición, ¿no?.





Fueron varias las temporadas que Juan Ramón Jiménez pasó convaleciente en el Sanatorio del Rosario, debido a un temperamento extremadamente sensible y vulnerable. Allí estuvo rodeado de tristes paisajes, silencios de poeta y, por supuesto, inteligentes y hermosas monjas. Veamos uno de los poemas que, en Arias Tristes (1903), le dedica a sor María del Pilar de Jesús, recordada frecuentemente en sus prosas:


Su carita blanca y triste
Llena de amor y de ensueño,
Se perdía entre la sombra
Que arrojaba el manto negro.
El manto negro envolvía
El misterio de su cuerpo
De nardo y nieve, enterrado
Como si ya hubiera muerto.
Y entre la sombra divina
Que arrojaba el manto negro,
Brillaban sus vagos ojos
Como dos negros luceros;
Temblaban sus negros ojos
Como dos tristes luceros,
Iluminando la nieve
De sus mejillas sin besos.
La toca blanca, y más blanca
La carita…; quiso el cielo
Dejar ver solo lo blanco
De su frente y de su pecho!
Pasó a mi lado; sus ojos
A mi corazón hirieron…
Y yo me quedé en el mundo
Y ella se fue hacia el convento.
Mi alma se inundó de lágrimas
De esas que ahogan recuerdos;
Deshojé todas mis flores
Ante su triste silencio;
Y al pensar que no serían
Nunca míos sus secretos,
En vez de seguir mirándola
Bajé los ojos al suelo.
Parece mentira! Al irse
No me dio siquiera un beso;
¡cómo matan a las rosas
La azucena y el incienso!
Mi corazón me lo ha dicho:
Ella me miró un momento;
Pero se fue… para siempre…
Y ya nunca nos veremos.
Juan Ramón Jiménez, Arias Tristes, 1903.










Siendo uno de los primeros libros del poeta de Moguer, el poema, compendido en la sección Recuerdos Sentimentales, deja traslucir un preciosismo monótono, concretado en el cuadro descriptivo que presenta. No se trata, no obstante, de un preciosismo exterior, sino que Juan Ramón Jiménez, a través de las sensaciones que ese exterior le despierta, a través de las visiones más profundas y a través del recuerdo, se persigue a sí mismo. Es, por tanto, su propio yo, reflejado y objetivado en el exterior, lo que el poeta persigue en la composición. Se personaliza de esta manera la nostalgia y el terror que el poeta siente al asomarse adentro de sí, y encontrarse con el abismo, existencial y ontológico, al que el hombre de su época se condena, en el momento en que renuncia a las seguridades que el racionalismo y la religiosidad burguesa le ofrecían.