lunes, 18 de enero de 2010

Fruta y poesía

En entradas recientes hablábamos sobre la figura del poeta. Ahora os propongo una pequeña reflexión sobre la inspiración. Sabemos que grandes temas y grandes poemas surgieron de las más pequeñas de todas las cosas, de tal manera que observando un cangrejo en la arena pudiera hacer Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, una sublime disertación sobre la vida y la muerte en ese libro tan difícil y maravilloso que tituló Espacio (1954). Ahora bien, ¿es posible hacer mediante la poesía de un tema en apariencia efímero un pensamiento trascendental?
Salvador Rueda (1857-1933) siempre ha sido considerado como poeta menor, pese a llegar a ser prolífico en su materia e importante precursor del Modernismo español. Sus versos presentan musicalidad y color, un interesante imaginario, que desemboca en un desbordante panlirismo y ciertos elementos simbolistas de no poco interés. Es por ello que he rescatado dos de sus poemas, "La Sandía" y "Mujer de Moras", por parecerme interesante el tratamiento que hace de estas frutas en plena madurez del verano como imágenes de una deliciosa sensualidad. Ved el color y la frescura que estos versos emanan y, especialmente en el caso del segundo, el erotismo que de ellos se desprende...

LA SANDÍA

Cual si de pronto se entreabriera el día,
despidiendo una intensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne roja la sandía.

Carmín incandescente parecía
la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.

Tajada tras tajada señalando,
las fue el hábil cuchillo separando,
vivas a la ilusión como ningunas.

Las separó la mano de repente,
y de improviso decoró la fuente
un círculo de rojas medias lunas.

Piedras Preciosas (1900) en Antología de la Poesía Modernista Española, Castalia, Madrid, 2008.




Cursiva


MUJER CON MORAS

Mi huerto está cercado de tapiales;
las miradas se estrellan en sus muros;
tú y yo, en el seno del vergel frondoso,
vestido de orientales limoneros
y de parras, que al sol se engarabitan,
gozamos del amor, como gozaban
los sanos seres al nacer el mundo.
Los besos que en las ascuas de tus labios,
amapolas que ríen forma ardiendo
el fermentar de tu temprana sangre,
son para mí; los que en mi boca tejen
los glóbulos hirvientes de mis venas,
para ti sola son; cambio de besos,
cambio de afanosísimas miradas
profusas de pistilos, cambio loco
de espirales formadas por abrazos,
ávidamente nuestros goces colman;
y tu cuerpo, que tiembla como lira
de humanas cuerdas, al quedar templada
al mismo son que el arpa de mi cuerpo
rotundo y varonil, las dos entonan
el mismo canto con los mismos sones,
con idénticos músculos arterias,
y forman del amor la melodía,
que oyen los solitarios ruiseñores.
Calquemos ambas liras, mientras haya
salud que en nuestros vasos se acumule;
no la salud endeble que congela
las razas tristes; la que corre y brinca
por el recio organismo, cual de fuente
salta al amplio raudar de ondas veloces.
Calquemos ambas liras, que sobrado
tiempo tendrán las manos de los viles
para arrojar de nuestras sienes áticas,
desbaratadas, las triunfales rosas.
He andado por las cercas de verdura
que despiden olor a mes de agosto,
buscando moras para ti. En las hebras
de cenacho andaluz, que, recubierto
de anchas hojas de higuera goteantes,
llevé pendiente de mi brazo ansioso,
como oscilante nido de oropéndola,
iba echando las moras empapadas
de zumo como púrpura. Los tallos
enfimbriados de púas, defendían
lejos, a veces, el redondo fruto,
cual si lo hurtaran a mi afán; entonces,
mi cuerpo se internaba en la confusa
y agresiva madeja; entre sus garras
se hundía el pie valiente, y, ya cogida
por millares de dientes mi piel fosca,
arrancaba las moras una a una,
a costa de un sangriento tatuaje.
Por los trájicos látigos herido,
mira mi cuerpo; roja geografía
dibujó entre su vello el injurioso
zarzal, monstruo compuesto de tentáculos;
a mordisco por mora granulada,
sentí, en vez de dolor, placer divino,
al decorar, por ti, mi cuerpo todo
de cruces victoriosas, de trofeos,
de lauros y de insignias triunfadoras,
que rindo ante tus pies, como bandera
hecha trizas en medio del combate.
Ahora contemplo tu figura blanca,
desprovista de túnica enfadosa,
y, mientras que los grupos de los pámpanos
del parral que nos cubren tu piel visten
de sombras y de sol que tu piel recaman
de un tropel de murciélagos errantes
y un tropel de libélulas de oro,
quiero ir echando entre tus labios frescos
una a una las moras regaladas,
para ver si es su tinta más sangrienta
que el clavel incendiario de tu boca.
Tu soberbia escultura de alabastro
yace muda ante mí; sus pies desnudos,
de un ágata rosado, se entrelazan
por el fresco marfil de los tobillos,
como si dos palomas se abrochasen
en la fugitiva cópula. Dos ánforas
de senos alargados asemejan
los trozos de columnas comprendidos
entre los nudos de la caña airosa
y la rosa carnal de la rodilla.
Los fémures gallardos que se ajustan
a la rótula espléndida, y acaban
junto al dintel rosado del misterio,
parecen de un antiguo intercolumnio
dos fragmentos sagrados. Las caderas,
cual dos arcos de triunfo, se combinan
para formar de un corazón la punta,
donde la hebrosa luz se encrespa en rizos.
La cintura, de arranque de maceta,
sube a expirar en donde el ara doble
del seno alzado, como en doble misa,
eleva, en dos relieves virginales
hostia doble de amor y de hermosura.
Encima está tu cuello, que es la gloria;
y encima está tu cara, el paraíso.
Fija me observas, con rientes labios,
que se abren cual fresquísima granada,
y me suplicas que al azar, arroje
entre la doble guarnición de perlas
que pone cerco a tu abrileña boca,
las moras codiciadas que te brindo,
chorreantes de jugos y de olores.
Principio; y, para que entren retozando
en el capullo rojo con que besas,
ríe y despliega como copa de oro
la carne de tus labios carmesíes.
Arrojo al aire un fruto purpurado,
mas no entra en el anillo de tu boca,
sino que rueda, y deja en tu garganta
una cinta de fuego. Echo otra fruta
a tus labios rientes; tú los abres,
cual si fueses a coger, mas yerra
el rojo proyectil, y, resbalando,
baja desde tu barba a tus dos senos,
por donde traza círculos de anguila,
dejándote una exótica escritura,
con raras letras de color de llamas.
Otra mora te lanzo y la aprisionas,
al claro son de carcajada alegre.
Otra te arrojo, pero pega un brinco
de tu barba a tu pecho, y se encamina
hacia el bache precioso que decora
el estómago armónico, parándose
sobre el botón de nácar sonrosado,
y parece rubí grande y redondo
sobre una fruta de incitante fresa.
Lanzo otra mora en el ambiente cálido,
y, de carmín manchando tu mejilla,
desciende por los senos, que rodea
lentamente, listándolos de púrpura,
y, ligera, por fin se precipita
entre tus muslos plenos de turgencias,
yendo a esconderse entre las áureos hilos
que ponen al secreto de tu forma
palio lujoso de rodantes bucles.
Otra y otra te arrojo, y muchas luego,
que enriquecen tus líneas de festones,
de cintas carminosas, de veredas,
de enlaces, y de tramas, y de cruces,
hasta que quedas inundada en fruto,
como moral de un huerto valenciano.
Y cuando ya de moras revestidos
se ven tus pies, tus manos, tu garganta,
tu cintura, tus hombros, tus cabellos,
las coyunturas de tus frescos brazos,
los puntos todos de tu carne blanca,
los hoyuelos que forman tus mejillas,
temblando de pasión, con labios ebrios,
las voy quitando de tu nácar vivo,
y las meto en el nido de tu boca.
A cada mora que te doy , un beso
hago crujir entre tus dientes nítidos;
mis labios, como pinzas abrasadas,
cogen los rojos gránulos, y buscan
tu boca de clavel para dejarlos,
como rubíes en en gentil joyero.
Y en el ir y venir con que te rozan
en la sensible piel mis labios locos
acarreando el fruto purpurino
desde todo tu cuerpo hasta tu boca,
tu pecho se infla de emoción tremenda,
mi pecho tiembla como roja llama,
y, en un abrazo agotador, inmenso,
nos fundimos, cual dos enredaderas,
como dos retorcidas espirales,
hasta que muerden la postrera mora
nuestras dos bocas juntas y apretadas,
tú mirando a los cielos, y yo, viendo
lo que en ellos palpita, nubes, nidos,
ramas floridas, pájaros y luces,
mas viéndolos latir, puesto hacia abajo
sobre el doble zafiro de tus ojos...

Fuente de Salud (1906) en Antología de la Poesía Modernista Española, Castalia, Madrid, 2008.





Vamos a ver ahora un poema de Antonio Rigo, poeta actual, y notad como, aunque trata también el tema de la fruta, la orientación de sus versos es muy diferente a la de Salvador Rueda. El color es apagado, triste, es invierno y la escarcha contrasta con el rojo de los cerezos, árboles que despiertan acunados por la nieve. Trascendentalidad del momento y de lo eterno.



Me levanto al amanecer y
voy a ver
los cerezos que planté
hace unos años.
Humo. Escarcha. Ceremonia.
El día es todavía
una máscara antigua
cuando yo estoy ya
hablando en frutas.

Antonio Rigo, Poemas del Bosque y de la Lluvia, 2008, Ediciones Baile del Sol, Islas Canarias.





Y es que, sea como sea, el poeta se apropia del mundo que le envuelve y mediante la palabra lo recrea a imagen y semejanza de su propia experiencia, pues tras cualquier anécdota o vivencia no encontramos sino una emoción. Es lo que tiene la buena poesía.

EN EL TALLER

Si miro un bosque de bambú,
veo las lanzas de una Eneida japonesa
y un cuadro de Altdorfer
donde la batalla es de plumas verdes
como pájaros del Trópico.
A eso lo llaman algunos críticos
culturalismo. Como si la vida
fuera ajena a sus metáforas,
o el hombre pudiera vivir a espaldas
de lo que ha sido y es.
Ver un mandarín chino
en el brillo tornasolado de un coleóptero,
los colores de Giotto en el mar, un aria
de Mozart en el cielo de septiembre,
o un pasaje de la Biblia
en los surcos del huerto por donde el agua corre,
no es sino la vida
que te invita a celebrarla en todo su esplendor.
Como lo hace un cuerpo, una conversación
o la lluvia cuando acaba el verano.
Porque ahí detrás están las manos del hombre
- y eso es también lo que celebramos-
que han aprendido a retener en esa memoria
que es nuestra herencia,
los fragmentos de un paraíso perdido
en la voluntad de crear
otro paraíso que nos haga más nobles
de lo que somos.

No otra cosa debería ser la huella
de nuestro paso por el mundo,
sin olvidar la sangre vertida por el hierro,
la crueldad que esconde a menudo el refinamiento,
el dolor encerrado en el origen del arte
o la desesperación de la historia antigua,
espejo donde nace nuestra propia desesperación
y los útiles que inventamos para resistirla.

José Carlos Llop, La Dádiva, 2004, Renacimiento en colección Calle del Aire, Sevilla.

2 comentarios:

JuanSe dijo...

Tengo una tarea, debo hacer una exposición del panlirismo, pero no se nada del tema y no es un tema muy común en Internet; por cosas de google llegue a esta entrada de tu blog me encanto el poema, seguiré tu blog de ahora en adelante, veo que usas la palabra panlirismo para referirte al poema, podrías explicarme que significa...gracias

leonardo dijo...

Por escribir algunos textos sobre las frutas he llegado hasta aquí. Cada cosa tiene algo que contarnos, el poema, si algo debe intentar, es escuchar ese rumor, lo callado. Las frutas, sus nombres, cuentan historias, forma parte, sin duda, de su aroma y su sabor.
un saludo