sábado, 8 de mayo de 2010

Escrito en la Piedra IV

Termino esta disertación sobre la piedra en la poesía con la máxima expresión humana que hace de lo más sólido y férreo una imagen de lo etéreo. Me refiero a la catedral, que se yergue imponente como raíz de este mundo y se eleva desembocando en la ramificación de lo divino.

Es, a su vez, y gracias a la piedra de la que está compuesta, símbolo de una época, de una estética, lienzo sobre el que se marca el paso de los siglos, la historia que, a través de su imagen, permite reconstruir todo un devenir.

Comienzo, enlazando con la anterior entrada, con un poema de Luis Cernuda, Atardecer en la Catedral. Una vez más, el poeta se acerca a su idealizada España, en este caso encarnada en Dios, a causa del dolor de la guerra y el exilio.

ATARDECER EN LA CATEDRAL

Por las calles desiertas, nadie. El viento
y la luz sobre las tapias
que enciende los aleros al sol último.
Tras una puerta se queja el agua oculta.
Ven a la catedral, alma de soledad temblando.

Cuando el labrador deja en esta hora
abierta ya la tierra con los surcos,
nace de la obra hecha gozo y calma.
Cerca de Dios se halla el pensamiento.

Algunos chopos secos, llama ardida
levantan por el campo, como el humo
alegre en los tejados de las casas.
Vuelve un rebaño junto al arroyo oscuro
donde duerme la tarde entre la hierba.
El frío está naciendo y es el cielo más hondo.

Como un sueño de piedra, de música callada,
desde la flecha erguida de la torre
hasta la lonja de anchas losas grises,
la catedral extática aparece,
toda reposo: vidrio, madera, bronce.
Fervor puro a la sombra de los siglos.

Una vigilia dicen esos ángeles
y su espada desnuda sobre el pórtico,
florido con sonrisas por los santos viejos,
como huerto de otoño que brotara
musgos entre las rosas esculpidas.

Aquí encuentran la paz los hombres vivos,
paz de los odios, paz de los amores,
olvido dulce y largo, donde el cuerpo
fatigado se baña en las tinieblas.

Entra en la catedral, ve por las naves altas
de esbelta bóveda, gratas a los pasos
errantes sobre el mármol, entre columnas,
hacia el altar, ascua serena,
gloria propicia al alma solitaria.

Como el niño descansa, porque cree
en la fuerza prudente de su padre;
con el vivir callado de las cosas
sobre el haz inmutable de la tierra,
transcurren estas horas en el templo.

No hay lucha ni temor, no hay pena ni deseo.
Todo queda aceptado hasta la muerte
y olvidado tras de la muerte, contemplando,
libres del cuerpo, y adorando.
Necesidad del alma exenta de deleite.

Apagándose van aquellos vidrios
del alto ventanal, y apenas si con oro
triste se irisan débilmente. Muere el día,
pero la paz perdura postrada entre la sombra.

El suelo besan quedos unos pasos
lejanos. Alguna forma, a solas
reza, caída ante una vasta reja
donde palpita en ala de una llama amarilla.

Llanto escondido moja el alma,
sintiendo la presencia de un poder misterioso
que el consuelo creara para el hombre,
sombra divina hablando en el silencio.

Aromas, brotes vivos surgen
afirmando la vida, tal savia de la tierra
que irrumple en milagrosas formas verdes,
secreto entre los muros de este templo,
el soplo animador de nuestro mundo
pasa y orea la noche de los hombres.

Luis Cernuda, Las Nubes (1940), enCursiva Las Nubes. Desolación de la Quimera, Cátedra, Madrid, 2003.


Catedral de Sevilla


Pasemos ahora a la rotundidad de los versos de Miguel de Unamuno, que comienzan con un cultismo, un adagio latino del siglo XV referido a las catedrales españolas de mayor importancia en el momento. El poeta bilbaíno canta a la renovación de una fe que está en decadencia y se dirige a la catedral en segunda persona -
- como encarnación de ese fervor que no persiste.


EN LA CATEDRAL VIEJA DE SALAMANCA

Sancta Ovetensis, Pulchra Leonina,
Dives Toletana, Fortis Salmantina.

Sede robusta, fuerte Salmantina,
tumba de almas, dura fortaleza,
siglos de soles viste
dorar tu torre.

Dentro de ti brotaron las plegarias
cual verdes palmas aspirando al cielo
y en rebote caían
desde tus bóvedas.

Éste el hogar de la ciudad fue antaño:
aquí al alzarse en oblación la hostia,
con las frentes dobladas
y de rodillas,

temblando aún los brazos de la lucha
contra el infiel, sintieron los villanos
en sus ardidos pechos
nacer la patria.

Mas hoy huye de ti la muchedumbre
y tan sólo uno y otro, sin mirarse,
buscan en ti consuelo
o tal vez sombra.

Templo esquilmado por un largo culto
que broza y cardo sólo de sí arroja,
tras de barbecho pide
nuevo cultivo.

Sólo el curioso turba tu sosiego,
de estilos disertando entre tus naves,
pondera tus columnas
elefantinas.

El silencio te rompe de la calle
viva algazara y resonar de turbas,
es el salmo del pueblo
que se alza libre.

Libre de la capucha berroqueña
con que fe berroqueña lo embozara.
libre de la liturgia,
libre del dogma.

¡Oh mortaja de piedra, ya ni huesos
quedan del muerto que guardabas, polvo
por el soplo barrido
del Santo Espíritu!

Ellos sin templo mientras tú sin fieles,
casa vacía tú y fe sin casa
la nueva fe que a ciegas
al pueblo empuja.

En tus naves mortal silencio, y frío,
y en las calles, sin bóvedas ni arcadas,
calor, rumor de vida
de fe que nace.

Las antiguas basílicas, las regias
salas de la justicia ciudadana
brindáronle su fábrica
del Verbo al culto.

Y el Espíritu Santo que en el pueblo
va a encarnar, redentor de las naciones,
¿dónde hallará basílica,
de sede regia?

Quiera Dios, vieja sede salmantina,
que el pueblo tu robusto pecho llene,
florezca en tus altares
un nuevo culto,

y tu hermoso cimborrio bizantino
se conmueva al sentir cómo su seno
renace oyendo en salmo
la Marsellesa.

Miguel de Unamuno, Poesías (1907), en Antología de la Poesía Modernista Española, Castalia, Madrid, 2008.


Detalle de la catedral de Salamanca


Sea como sea, la piedra permanece y en ella se concentra la huella de lo inefable.


ISLA DE PIEDRAS

A Dionisio Cañas

Esta tarde, solitario en Skype,
después de tantas horas solo ya pasadas, de tantas noches
venideras y solas (terriblemente han de venir
todas las horas del dolor),
veo la niebla subir de las Colinas Rojas,
y en esta isla atormentada,
de oscuridad y roca,
mis pies pisan el mundo desolados.

Intento recordar días recientes,
la tarde fría de la primavera de Oban,
o acaso el ancho rayo de blanquísimo fuego
cayendo en el islote nebuloso
donde, enfermos, agonizan los pájaros.
Intento recordar, traer algún calor
al pecho.

Y ahora que estoy más dentro de la noche
el tiempo ha serenado,
mientras avanzo en busca de cobijo.
Y he detenido el paso, en esta luz incierta,
para mirar la gusanera de los cielos
trocarse en un enjambre de luces detenidas,
y así curar el pecho, con engaño, de su honda soledad.
Pero en la medianoche el cielo es tenso, y al occidente huye, con
luz
que va a su muerte.
Y allí está el mar, abrazado de rocas ahora oscuras,
violeta cansada
que sostiene en su luz la muerta pesadumbre de la tierra.
El mar llega a mis ojos consolándolos,
pues él me está diciendo que no todo es dolor,
que aquí el mundo aún alienta.
Y más hacia la muerte van los ojos, donde cierra la luz
su resplandor dormido,
allá en el horizonte de las islas:
son islas de cristal, columnas de humo blanco, son jóvenes estrellas
que agonizan de frío.

Este paisaje hermoso es luz que muere, es roca atormentada,
oscuridad que ciega el ojo.
Y un viento vuela a mí, con milagroso olor,
y a tientas busco la florida rama.
Y encontrada la flor,
he mirado las luces de los cielos
con pecho consolado,
porque nunca se acaba el olor de las rosas.

Francisco Brines, Palabras a la Oscuridad (1966), en Todos los Rostros del Pasado, Círculo de Lectores, Madrid, 2007.



Piedra Movediza, en Tandil, Argentina

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