domingo, 7 de marzo de 2010

Escrito en la Piedra I

Mi fascinación por la piedra comenzó cuando leí por primera vez el poema de Pedro Salinas, La Memoria en las Manos (Largo Lamento, 1936/9). La piedra es concebida por el poeta como quasi inmortal materia en la que quedan grabadas las huellas del paso del tiempo. Sostenerla entre las manos, acariciarla, es una forma de agradecer el paso de las estaciones, de adorar ese mundo que desconocemos y cuya suma de los días viene a ser lo que entendemos por historia. Pero además la piedra evoca, en este poema, el recuerdo de un amor. Si para Proust es el olor de las magdalenas, para Salinas es el tacto de la materia más dura y silenciosa la que despliega todo un cúmulo de emociones y secretos adormecidos en la misteriosa zona de un posible olvido. La anécdota se pone a disposición del poeta para llevar a cabo una importante disertación sobre lo eterno y lo mortal, sobre la belleza de lo delicado y la trascendentalidad de lo material, tantas veces menospreciada. Bajo mi punto de vista, se trata de una composición hermosa y sublime de cómo lo mínimo y deshechado - ¿quién no ha dado una patada a alguna piedra al caminar aburrid@ por la calle?- puede unirnos a lo etéreo e imposible. Regalo de las piedras es la inmaterialidad que toda su materia conlleva. Deberíamos estarles agradecid@s.


LA MEMORIA EN LAS MANOS
Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
de tanto recordar. Pero en las manos
queda el recuerdo de lo que han tenido.

Recuerdo de una piedra
que hubo junto a un arroyo
y que cogimos distraídamente
sin darnos cuenta de nuestra ventura.
Pero su peso áspero,
sentir nos hace que por fin cogimos
el fruto más hermoso de los tiempos.
A tiempo sabe
el peso de una piedra entre las manos.
En una piedra está
la paciencia del mundo, madurada despacio.
Incalculable suma
de días y de noches, sol y agua
la que costó esta forma torpe y dura
que acariciar no sabe y acompaña
tan sólo con su peso, oscuramente.
Se estuvo siempre quieta,
sin buscar, encerrada,
en una voluntad densa y constante
de no volar como la mariposa,
de no ser bella, como el lirio,
para salvar de envidias su pureza.
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles
libélulas se han muerto, allí, a su lado
por correr tanto hacia la primavera!
Ella supo esperar sin pedir nada
más que la eternidad de su ser puro.
Por renunciar al pétalo, y al vuelo,
está viva y me enseña
que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto,
soltar las falsas alas de la prisa,
y derrotar así su propia muerte.

También recuerdan ellas, mis manos,
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
Nada más misterioso en este mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
lentamente, uno a uno, como hojas
de calendario: son recuerdos
de otros tantos, también innumerables
días felices
dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma inexorable
que detrás de la carne nos resiste
las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que repiten
pasando y repasando sobre el hueso:
son preguntas sin fin, son infinitas
angustias hechas tactos ardorosos.
Y nada les contesta: una sospecha
de que todo se escapa y se nos huye
cuando entre nuestras manos lo oprimimos
nos sube del calor de aquella frente.
La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta?
El peso en nuestras manos lo insinúa,
los dedos se lo creen,
y quieren convencerse: palpan, palpan.
Pero una voz oscura tras la frente,
-¿nuestra frente o la suya?-
nos dice que el misterio más lejano,
porque está allí tan cerca, no se toca
con la carne mortal con que buscamos
allí, en la punta de los dedos,
la presencia invisible.
Teniendo una cabeza así cogida
nada se sabe, nada,
sino que está el futuro decidiendo
o nuestra vida o nuestra muerte
tras esas pobres manos engañadas
por la hermosura de lo que sostienen.
Entre unas manos ciegas
que no pueden saber. Cuya fe única
está en ser buenas, en hacer caricias
sin casarse, por ver si así se ganan
cuando ya la cabeza amada vuelva
a vivir otra vez sobre sus hombros,
y parezca que nada les queda entre las palmas,
el triunfo de no estar nunca vacías.

Pedro Salinas, Largo Lamento (1936/9) en La Voz a ti Debida. Razón de Amor. Largo Lamento, Cátedra, Madrid, 2005.



Salinas presenta una concepción de la piedra no tan diferente a la de uno de los grandes maestros de la Generación del 27, Juan Ramón Jiménez. El poeta ganador del Premio Nobel (1956) publica en 1919 Cielo y Piedra. Como muy bien indica el título, se contraponen dos elementos, la piedra y la tierra con el cielo y lo etéreo. Pero es que Juan Ramón Jiménez trata de edificar una conciencia que, tras atesorar todos los secretos de la naturaleza, se proyecte sobre la realidad dotándola de sentido. Se tiene la certidumbre de que lo eterno está aquí - el cielo está en la piedra misma- y debe ser descubierto por el poeta. De hecho, el libro termina con una afirmación de la palabra poética como salvación del yo y del mundo en un eterno presente contra el que nada puedan ni el tiempo ni la muerte.

II. Piedra y Cielo: 2

12

¡Tesoros del azul,
que un día y otro, en vuelo repetido,
traigo a mi tierra! ¡Polvo de la tierra,
que, un día y otro, llevo al cielo!

¡Oh, qué ricas las manos de la vida,
todas llenas de flores de lo alto!
¡Qué pura, cada estrella,
-¡ Oh, yo, qué rico, regalando a todos
todo lo que recojo y cambio con mis sueños!-

¡Qué alegría este vuelo cotidiano,
este servicio libre,
de la tierra a los cielos,
Cursiva
de los cielos, ¡oh, pájaro!, a la tierra!

Juan Ramón Jiménez, Piedra y Cielo (1919) en Antología Poética, Cátedra, Madrid, 2008.



Me gustaría terminar esta entrada con un poema-prólogo de José Hierro al libro Con las Piedras, con el Viento (1950) con la intención de que participarais de mi fascinación por este elemento, muchas veces infravalorado por su cotidianeidad. Siguiendo en la misma línea de las anteriores composiciones, el poeta utiliza la materialidad de la piedra para contraponerla a otro elemento etéreo semejante al de Juan Ramón Jiménez, el viento. Os invito, después de leer esta entrada, a que toméis una piedra entre las manos, la acariciéis, conscientes de la huella que en ella viene impresa, y os dejéis llevar por el ritmo de la vida. Quizás así consigáis rozar, por unos instantes, la eternidad y perfecta comunión con el mundo. Yo lo hice.

1

Con las piedras, con el viento
hablo de mi reino.

Mi reino vivirá mientras
estén verdes mis recuerdos.
Cómo se pueden venir
nuestras murallas al suelo.
Cómo se puede no hablar
de todo aquello.
El viento no escucha. No
escuchan las piedras, pero
hay que hablar, comunicar,
con las piedras, con el viento.

Hay que no sentirse solo.
Compañía presta el eco.
El atormentado grita
su amargura en el desierto.
Hay que desendemoniarse,
liberarse de su peso.
Quien no responde, parece
que nos entiende,
como las piedras o el viento.

Se exprime así el alma. Así
se libra de su veneno.
Descansa, comunicando
con las piedras, con el viento.

José Hierro, Con las Piedras, con el Viento (1950) en Antología, Visor, Madrid, 2002.


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